Ya no es un secreto el difícil transitar del exiliado. Es una herida más en el yelmo de los venezolanos. Contusión arrastrada por quien partió y por las lágrimas de añoranza desde esta tierra de ausencia. Este peregrinaje ha generado historias, la literatura siempre se plaga de lo que nos duele y el tema ha tenido ya algunas páginas. Unas buenas otras no tanto, son más catarsis que arte. Prosario para leer desde el exilio de Gabriel García Urrutia es un libro breve pero intenso. Con una prosa poética hermosa, hilvanada en finos hilos que llevan por diferentes escenarios.
García reside en Argentina, se marchó como todos. La historia cliché: buscaba un mundo mejor para él y su familia. Trabaja en Buenos Aires, prospera e intenta crecer como profesional. Pero le duele su tierra, nativo de Maracaibo, las cálidas calles lo llaman, le susurran que regrese. A Gabriel le duele la distancia que parece ínfima cuando ve a su familia por Skype, pero se torna enorme como el océano Pacífico cuando en la noche estrellada mira al cielo pensando en su seres. Él es poeta, su anterior publicación fue un poemario. Tiene en digital algunos trabajos de poesía breve muy bien logrados, por eso Prosario es la herida compartida para quienes partieron o quienes se quedaron.
El libro abre sin remilgos, no da tregua a breves introitos: La ciudad no se detiene. El tráfico no se detiene. El día no se detiene. Mi hijo no se detiene. El frío no se detiene. (…) El pucho no me da un abrazo. (…) Mamá ya no se viste de payasa. No hay edificio de fiesta. No hay tequeños ni bolitas de carne. Tengo un 31 de mayo en el sur clavado en el pecho.
La nostalgia es ubicuidad en Prosario.
Un escrito, que le calza a todos los que pisan la obra de Cruz Diez para abordar el vuelo sin retorno es Pasaporte: La nostalgia es barata si se compra en el exterior. Cuando en la maleta no te cupo la vida, la nostalgia te cuesta unos centavos de días. ¿Y a donde se va el recuerdo? Para ellos, los inmigrantes, los recuerdos se van borrando por cada noche nueva, de repente ya no saben qué recuerdan. Añoran el café, pero no recuerdan que añoran el café por quién lo servía. Añoran la comida, pero no por el simple hecho de ser comida, no, añoran sí las manos que la preparaban. Todos tenemos pasaportes llorones que destilan tinta y próceres. Todos alguna vez dormimos con el pájaro nacional picoteándote los ojos y las pestañas.
Y así va, página a página deshojándose el árbol, cubriendo el recuerdo, imaginando el tamaño de los niños en crecimiento, envidiando al familiar que mientras te habla vía web se toma un café, una cerveza o un vino barato. Viendo la silla desvencijada donde tantas veces se sentó y otras tantas se quejó y deseando sentarse ahí, abrazar a los que extraña, tocar la cara, acariciarla. Se ha soñado tanto que ya cuesta imaginar una nueva forma de hacerlo.
Gabriel nos habla de las calles de Maracaibo, del caldo de pollo que comía, de Buenos Aires y el frío que se le mete en los huesos a este marabino que solo ha conocido el sol quemándole las costillas; el café, otro placer que extraña. En Buenos Aires hay café, pero ninguno como el de su cafeterita destartalada: Uno no sabe cuánto extraña un aroma hasta que lo vuelve a vivir, ese desprendimiento místico de olores a grano tostado recién molido que se esparce por todo el lugar mientras el agua hirviendo lo diluye, le da vida sobre la vida. ¿Quién puede hablar de magia si nunca vio caer la espuma que deja el café goteando en las máquinas? ¿Quién puede hablar de amor si nunca intentó ver el futuro en la borra que deja el café en las tazas? Descubrí con el tiempo que así como la borra tapa los huecos y las heridas, el café bien fuerte sin azúcar quita el guayabo y la nostalgia o al menos la hace gustosa, tragable, desechable, comprendí con el tiempo que dos dedos de café son más poderosos que el desempleo y el desamor, son más poderosos que la esperanza y la fe.
Prosario, como si no bastara la carga de cada prosa, tiene un epígrafe del propio autor en la mayoría de los textos: Te me quedaste patria en la gaveta /La de la casa de la infancia/ Donde quedó mi perro/ Quedó mi vieja con el viejo/ Mi hermano y su mujer/ La pelota sobre el jarrón que rompí en la tarde/ La sábana de mi penúltima pubertad /Debajo del polvo que está debajo del mantel/ En la gaveta donde se guarda la patria/ Y el revólver.
Adicional, el libro trae unas ilustraciones de Flora Francola en algunos escritos que realzan su hermosura. Como bien lo dije al principio Prosario para leer desde el exilio es un libro breve pero lleno de emociones. Es un libro al que regresas a pesar de lo efímero en su lectura. Cuando se extraña algún ser querido o comparta el dolor ajeno, se puede volver a aquella prosa que nos impactó, a aquel epígrafe poético que nos hizo recordar a la mamá o alguna ilustración, como la de la maleta que se parece a la de determinada persona que se fue, o la ilustración de la taza de café que nos trae el aroma y el sabor fuerte de la taza que se bebía cada mañana.
Prosario es un libro para que lo lean quienes se fueron y los que se quedaron encadenados esperando que la cizalla funcione para huir o resignados a pernoctar hasta que el país los consuma y los mande al olvido.
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