Extractos


Cuentos para morir leyendo 



- ¿Dónde estoy?

- En la morgue. Estás muerto. Sólo que aún no lo aceptas. No me mires así, lo estás, desde hace tres días.

- ¿Pero… si estoy muerto… qué hago aquí… hablando con usted?
- A ver – miró una planilla - ¿Nine Melvin? La muerte es una caprichosa, ella se regodea, disfruta, es como un gato cuando atrapa al ratón, tu eres el ratón, todos somos ratones, ella juega toda la vida con nosotros, al final ella nos gana, nos da el golpe de gracia y pasamos para el otro barrio. Pero a veces ocurre que, como tú, el ratón no está bien muerto y el gato no termina de comerte. Es una caprichosa. Una perra.

- No puedo estar muerto, no recuerdo haber muerto.

- ¿Qué recuerdas? ¿Háblame de tu vida?  - Se acomodó a su lado

- Me llamo Nine Melvin, soy…. soy.

- No sabes quién carajos eres – Soltó una estertorosa carcajada  - Estás más muerto que Kennedy, estás más muerto que Presley.

- Pero… no puede ser… Cuando usted me tenía en el ataúd…

- Fuiste a otros sitios, así es, es tu vida. La muerte disfruta, debes ser alguien especial para aún estar aquí. En treinta años que llevo de sepulturero, he visto muchos en tu lugar. Siempre son especiales. Nunca he visto a una mujer de limpieza o un vendedor de boletos en situación similar, sólo gente que vivió, viviste a plenitud ¡Debes morir a lo grande!

- ¡No puedo estar muerto! Mírame. Me muevo, camino, ¡Tengo pulso!

- No tienes pulso, estás helado y te mueves. Pero muerto.

-  ¿Qué debo hacer? No quiero morir.

-  Nada. Ven, acuéstate en la camilla, debes descansar, esperemos que la caprichosa decida qué hacer contigo. A  ver, cierra los ojos, relájate, así es, tranquilo.

- ¿Qué me estás inyectando? Oiga espere…

- Tranquilo, es formol ¿No querrás podrirte en vida?, bueno... no querrás podrirte en muerte – Soltó otra carcajada

- ¿Por qué no me enterraste cuando desperté en el ataúd? – preguntó con esfuerzo Nine, sentía el cuerpo pesado, durmiéndose

- No lo hice porque aún no estabas listo. Y porque nosotros los sepultureros, respetamos a la parca, si ella no te pone tieso y helado, debemos esperar a que ella lo haga. Es la ley, somos solo peones de la reina.

La oscuridad llegó…

Oscuridad. Se dejan oír besos, roces, el quejido leve de la cama. Un hombre, una mujer, desnudos, ella arriba, le besa, primero el labio de abajo, lo tira con suavidad, luego con rudeza, él se queja, atrapa su boca, la besa, la consume. Es un beso largo. Ahora está arriba, ve el brillo de sus ojos en la oscuridad. Se pierde entre sus senos, recorre la línea hacia el ombligo, cual camino de hormigas, hace el recorrido hasta el final. Prolongación, un largo gemido, el primero. Ella arriba, la cama acentúa su quejido, cual camino empinado los deseos son cada vez más sentidos. A punto, en el pináculo de los besos apasionados y lastimosamente placenteros gimen al unísono, tensan músculos y caen, uno sobre el otro. Te amo, pronuncia. Le mira en la oscuridad. Luego él se duerme.
Tiene las manos manchadas de sangre, la camisa. Siente adrenalina ¿Cómo llegué aquí? Baja corriendo las escaleras, abre la puerta. A lo lejos se oyen sirenas, ve un carro, se monta, se revisa los bolsillos, tienes unas llaves, arranca. No sabe dónde está, no recuerda la ciudad. Pronto las sirenas se oyen demasiado cerca. La persecución ha comenzado. Cuatro carros patrulla le siguen, altavoces ordenan se detenga, no lo hace, mete otra velocidad y acelera, se sorprende al ver que tan buen piloto es, serpentea carros, aún es de noche, no sabe si es el  mismo día en que Nieves apareció muerta o es otro. No puede comprender nada, no sabe nada de su propio pasado, parece una amnesia, sí es eso, amnesia, a lo mejor el martillazo del sepulturero la ocasionó, se palpa la frente, no hay herida. Un disparo lo saca de sus pensamientos, pasó llevándose el retrovisor. Intenta acelerar aún más. El carro da todo de sí. Entre un carro y otro, Nine esquiva y gana terreno, la policía forzada intenta alcanzarle.

Luces parpadeantes se ven al final de la avenida, dos motorizados vienen en sentido contrario, van a su encuentro. Cuando los tiene suficientemente cerca Nine ve traen armas, abren fuego, una bala se incrusta en su hombro, esquiva una moto, se lanza sobre la otra llevándose al motorizado. Las cosas se complicaron. La avenida está por terminar y las luces intermitentes de sirena cada vez más cerca. Los disparos se acentúan, el vidrio trasero estalla. De repente el carro se torna difícil de manejar, afianza el volante con fuerza, el brazo duele. De afuera le llega el sonido de una llanta desinflada. El motorizado, que minutos antes le interceptó, le alcanzó nuevamente, le mira con el cañón de su arma, la acciona. Nine reduce la velocidad, casi logra arrollarlo, el motorizado dispara y se carga la rueda delantera. El carro se torna aún más difícil de controlar, un hombrillo le intercepta y el carro da una vuelta, mientras las patrullas y el motorizado le rodean.

Nine sale del carro, tambaleándose, tiene sangre en el rostro, el dolor del brazo es insoportable, se lleva las manos a la cabeza, el motorizado se acerca con una escopeta y de un culatazo le parte le nariz. Él cae sin sentido.

Da un respingo, está en la cama. A su lado duerme plácidamente Jill, desnuda, le tiene una pierna sobre su abdomen, se mueve dormida, se da la vuelta, sigue entre sueños. Intenta relajarse, observa el cuerpo de ella, es hermoso. Recordó que un rato atrás lo besó hasta el hastío. Lo sintió, lo disfrutó. No entendía cómo, pero ese momento lo recordaba. Se sentía perdido, despertó en un ataúd, luego en una casa que no recordaba y donde al parecer seguía, volvió donde el sepulturero, le dijo era un muerto, cosa absurda porque allí estaba. La mujer que dormía a su lado lo torturó hasta perder el conocimiento, pero ahora la sentía allí, plácida, hermosa, suave. Profundamente dormida. Nieves, que hasta ahora no sabía quién era, estaba muerta. Jill sabía y se sentía tranquila de ello. Recuerda haberle hecho el amor a esta jovencita, recuerda haber recorrido kilómetros mientras la policía le daba alcance, sintió dolor de los balazos, los cuales no tenía ahora, ni el martillazo, nada. Estaba bien. Todo parecía un mal sueño. Solo que lo vivido era muy real, cada sensación, cada herida, todo. Una sombra pasó por la puerta de la habitación donde estaba. Rápidamente se levantó, corrió, sigiloso, de un rincón agarró un  florero. Sosteniéndolo con ambas manos  entró a la cocina, allí estaba la sombra. Soltó el florero de la impresión.




La muerte disfruta su propia inseguridad 


Día de clases

Cuando los afianzó con fuerza, los cerrojos del estuche de guitarra se quejaron. La mañana lo convertía en uno más en la apretujada calle; un profesor de música en pos de su colegio. Pasó junto al legañoso mendigo que se apoltronaba en su cartón. Tropezó con la prostituta que regresaba a casa junto al niño con su uniforme perfumado. De soslayo la joven ejecutiva en su nube de azoro iba muy cerca del recién graduado en pos de su primera entrevista.

Sus pasos de acero doblegaron la escalera a la entrada del bullicioso edificio. La puerta de la Dirección cedió con un crujido. Los cerrojos del maletín se dejaron hacer. La escopeta relució, la directora abrió la boca —iba a gritar— pero el disparo, le ganó la partida.



Para empezar el día

Yhon Nairobi madrugó, molió el café que la abuela le pidió, lo tomó recién colado del pocillo de peltre, se calzó la gorra curtida de los Yankees, se puso la franela sin mangas y salió en su bicicleta en busca del origen del arranque hormonal.

Un mensaje de texto lo alejó de la seguridad del hogar “Ven que te quiero desayunar”. Disparado llegó al rancho de lata y bloque rojo donde Carolina le esperaba aún en la cama matrimonial. La desgreñada joven lo atrajo hacia sí y las horas se fueron por la misma cañada donde muchas días después, un vecino hallaría desnudo, torturado, muerto y sin pene a Yhon. Macu no deja nunca de trabajar.


Uno más Uno: Tres

En algún lugar la cañería dejaba caer su gotera permanente, afuera había amainado el clásico bullicio del liceo, ambos eran camisa azul, ella, cabello castaño, rostro blanquísimo, labios rosa carnosos, senos sugerentes y piernas cadenciosas. Él, flaco, cabello tieso, conato de musculatura por los abdominales y las pesas, rostro feúcho. Ella lo quería, era su primer amor. Él la deseaba, nunca lo había hecho y ella parecía ser fácil. Estaba enamorada, abría las piernas rapidito. Se encerraron en el baño de varones, la montó en la plancha de cemento donde estaban los lavamanos. Manos torpes comenzaron a quitar la camisa azul con distintivo del colegio “Madre Auxiliadora”. Pronto unos senos firmes y erectos saltaron con premura. Los besó. En pocos minutos ella estaba desnuda. Él con una franelilla sin mangas y los pantalones abajo. Ambos morían de deseo, ella por la entrega y fusión con el amor de su vida, además de la sorpresa de su primera experiencia. Él por el ego de macho de poseerla y aupar el fanfarroneo con sus amigos.

“¿Traes condón?” Preguntó ella entre gemidos. “La primera vez no pasa nada” respondió él desde el centro de sus piernas. Nueve meses después una madre soltera prepara su tetero y recuerda, por momentos, el persistente susurro de la gota escribiendo su huella en la porcelana.


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